Lo que importe – 28 El papa Francisco ¿un problema?

Ingenio y genio

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Lo seguidores de este blog me conocen y saben lo aséptico e incluso agnóstico o descreído que soy respecto a una “iglesia de clérigos”, saturada de jerarcas y peones sagrados, debido a que entiendo que la única diferencia que debería haber entre ellos y todos los demás es la de servir más y mejor no solo a los seguidores de Jesús, sino también al resto de la humanidad. Por muy jerarcas que se sientan y por muy encumbrados que se crean, misión suya es servir a todos el suculento y exquisito plato de la alegría y la bondad del evangelio predicado por Jesús, con una palabra de paz y conversión, y, sobre todo, con el ejemplo de una vida gastada en el servicio. De ahí que hablar de una Iglesia de clérigos o consagrados por un lado y de laicos por otro o, bajo otra perspectiva, de derechas y de izquierdas, me erice el cabello, me revuelva el estómago y me obligue a poner los pies en polvorosa para refugiarme donde todavía no hayan hecho mella los malditos intereses espurios de muchos de los que se dicen católicos y se tienen por los auténticos seguidores del Galileo.

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Ciñéndome al tema esbozado como reflexión para hoy, digamos que ser de derechas o de izquierdas a secas, exclusivamente, me repugna incluso en el particular ámbito político, pues entiendo que todo político debe ser, ante todo y por encima de todo, defensor a ultranza y sin componendas de los intereses del pueblo, al margen de cualquier otra catalogación o consideración. Lo dicho basta para reflejar mi radical repugnancia a la actual política española, por un lado, tan mala y cara, y, por otro, tan ansiosa de carroña, una degradación que se trasluce sin pudor ni miramientos en el acontecer diario. Si no estuviéramos aborregados, en cada elección, sea cual sea su alcance, los ciudadanos deberíamos fijarnos mucho más en el programa que presenta un político concreto que en su propio alineamiento, en cuyo caso el voto emitido debería facultar al votante para llamar la atención al elegido e incluso para recusarlo si no cumple lo prometido. Cada cual sabría entones a qué atenerse.

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Introducir la balanza derecha-izquierda en el evangelio cristiano como proyecto de vida equivale a armar la de san Quintín, porque lo desnaturaliza y le hace perder su razón de ser. Si analizamos bajo ese prisma la figura de Jesús, podría concluirse que fue, al mismo tiempo y por las mismas razones, el más rabioso de los izquierdistas y el más retrógrado de los derechistas. Obrar así nos llevaría a diseccionar, crucificar de nuevo e incluso incinerar su gran obra de salvación. Si fuéramos capaces de despojar a Jesús del enorme peso que la dogmática le ha echado encima, descubriríamos asombrados que fue, ante todo y sobre todo, un auténtico “modelo de humanidad”, el más excelso y transcendental de cuantos han existido hasta ahora, pues su palabra y su vida transmiten el mensaje salvador de la irrenunciable mejora de los comportamientos humanos en la edificación de una humanidad digna. Lamentablemente, veintiún siglos después, lo que llamamos su Iglesia no deja de ser un multitudinario gueto, férreamente ideologizado, tal como demuestran el hambre y las guerras que la humanidad sigue padeciendo.

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En otras palabras, Jesús propugna que el pecado ceda su lugar a la gracia, el poder al servicio, la muerte a la vida, el mal al bien y, dicho resumidamente, nos invita a cultivar valores en vez de contravalores, a esforzarnos por mejorar poco a poco nuestra forma de vida. Esa es la única salvación para la que se nos ha dado vela. Lo demás, comoadorar y amar a Dios, no está a nuestro alcance salvo que lo hagamos al ritmo que nos marca el modelo Jesús, es decir, al compás de su peculiar encarnación en los necesitados (“a mí me lo hicisteis”). Recluirnos en un jardín de supuestas verdades eternas e intocables desmocha nuestra propia misión, pues solo el amor a nuestros semejantes certifica que amamos también a Dios. ¿Qué otra cosa significa, si no, humanizarse para acoplar cada vez más nuestra propia vida a la de un modelo que todo lo hizo bien y que empleó todo su haber, divino y humano, en servir a los hombres? Soñemos con un cielo de oropeles, si ese es nuestro capricho, pero no olvidemos que no podemos desgajarlo de la tierra en que vivimos.

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Cada cual es libre de concebir la salvación como rescate en la supuesta vida de ultratumba, imaginando el cielo como una tierra especial en la que, tras la muerte, podrá pasear y charlar con los amigos, reírse de los enemigos humillados y encerrados para siempre en las mazmorras infernales, comer y beber a placer sin efectos secundarios de indigestiones y malolientes deposiciones, verse libre de dolores e incomodidades e incluso follar, si fuere el caso, cuanto a uno le apetezca y con quien le plazca sin miedo a secuelas de embarazos o de enfermedades venéreas. La imaginación, la loca de la casa, es libre y atrevida, por más que no pueda transformar la realidad. Claro que también cada cual es libre de desvirtuar la vida presente hasta despreciarla, convirtiéndola incluso en un clavario voluntariamente apetecido. Lo cierto es que ese “más allá”, que cada día irrumpe sigiloso y por lo general de forma dolorosa en la vida de muchos seres humanos, no está en nuestras manos, sino en las de Dios, y que a lo más que podemos aspirar es a entender la muerte como transformación “radical” de nuestra entidad, transformación que nos lleva a insertarnos de alguna manera en la unidad divina. Salvarse aquí abajo, horizonte al que debe ceñirse nuestro afán, significa librarse de la quema de los contravalores, reduciendo poco a poco e incluso eliminando cualquier relación tóxica con los demás seres o haciendo el bien, expresado con una pincelada evangélica.

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Frente a esta panorámica, uno podría preguntarse si el papa Francisco es de derechas o de izquierdas. Quienes lo motejan de izquierdista se atreven incluso a valorarlo como un papa de mera transición, provisional, circunstancial y sin más relieve que el que pueda darle su supuesto sesgo izquierdista, es decir, ninguno. Algunos hasta se atreven a acusarlo de herético porque no acentúa los dogmas ni colorea sus más sutiles perfiles, como creen que sería su obligación y otros papas han tratado de hacer. Sin apercibirse de lo que pretenden, lo cargan con su cruz, lo arrastran por su propia vía dolorosa y lo crucifican impíamente con los clavos del desprecio y del ninguneo. Vamos, algo así como un pobre argentino que, sin saber coser, se ha metido a sastre. ¡Tremenda, lamentable e incluso escandalosa equivocación la suya!

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Lo antes dicho sobre la jerarquía no me impide afirmar, sin pasión y con rigor, apoyándome únicamente en lo que percibo como católico y en lo poco que he leído sobre él, que este papa es un hombre que está muy bien emplazado y que se ha impregnado a fondo del sentido de la fe cristiana como salvación. Un hombre, en fin, que respira evangelio y cuyas palabras parecen salidas de la boca del mismo Jesús.  En ese sentido, puede que este sencillo argentino haya alcanzado las más altas cumbres de la teología y de la mística cristianas en las que resplandece el mensaje predicado por Jesús, el de la presencia imborrable, en todos y cada uno de los seres humanos, de un Dios que es indefectiblemente padre misericordioso. Quienes lo minusvaloran encumbran a su predecesor como un dirigente de gran talla intelectual, que supo releer la dogmática cristiana y realzar algunos de sus matices, sin darse cuenta siquiera de que es mucho más importante y requiere muchísimo más genio e ingenio percibir el susurro del Espíritu en los signos de los tiempos para deslindar la obra de salvación de Jesús e inyectarle juventud y fuerza. Precisamente, lo que este papa está haciendo de forma magistral y por lo que, sin la más mínima duda, dejará una huella profunda en el devenir humano.

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Por ello, que un hombre como él diga que se puede bendecir, cuando ellos mismos lo pidan, a los contrahechos y deformes (sentido figurado) de la vida, es decir, a cuantos se supone que viven en situaciones de irregularidad, tiene más que sobrada autoridad para ser secundado sin rechistar. Además, con ello no propone algo ni extraño ni novedoso, mucho menos improcedente o herético, porque, en primer lugar, el Dios en quien creemos bendice a todas sus criaturas, bendición sin la que ni siquiera podrían existir, y, en segundo, porque no solo el papa mismo lo hace de forma solemne cuando lanza su bendición “urbi et orbi”, sino también el sacerdote oficiante de la misa como fórmula de conclusión y despedida.¿Cuándo seremos capaces de entender que el cristianismo no es “un depósito de fe” que debe conservarse y defenderse, un museo de fósiles doctrinales y sedimentos intelectuales, sino una forma de vida que obliga, siguiendo las huellas de Jesús, a hacer siempre el bien y a amar a todos los hermanos como único camino para elevarse a Dios? Pese a quien pese, cada día el papa Francisco nos toma de la mano y nos ayuda a no desmayar en el recorrido del único camino que conduce al Padre común, Dios de todos y de todo. Justo lo que hizo el mismo Jesús en su tiempo.

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