En el día del Seminario

Meditación en voz alta , 19.3.24

Por los años 50 del siglo XX, los jueves en  la tarde,  riadas de jóvenes seminaristas y religiosos  de muchos colores  salían a pasear  por las calles de Salamanca y atravesaban los puentes del Tormes.  Las ordenaciones de diáconos y presbíteros se contaban por docenas.  Eran tiempos de cristiandad. Pero la situación hoy ha cambiado: mengua el número de candidatos a los ministerios ordenados y los obispos se ven mal para encontrar párrocos que se agotan corriendo de un pueblo a otro para decir misa cada vez menos frecuentada.  No soy ajeno a la  preocupación por este cambio, pero no caigo en el derrotismo. Prefiero discernir qué  indicativos pueden abrir  futuro.

             Hemos vivido muchos años en nacionalcatolicismo. Ser español y católico parecían inseparables. El consorcio entre autoridades políticas y autoridades religiosas católicas implicaba una presencia  pública  de la Iglesia como poder y una relevancia  social de presbíteros y obispos.  Al caer  ese consorcio, la presencia pública de la Iglesia Católica en la sociedad española  está pidiendo  nueva versión: no debe seguir el camino del poder  que se impone por la fuerza,  sino ser signo creíble del Evangelio que seduce. El desamparo y la exclusión  cultural que hoy  está  sufriendo la Iglesia en nuestra sociedad española puede ser una llamada del Espíritu a la conversión evangélica.

No se arregla el problema con un revoque de fachada.  Ni solo con el cambio de estructuras y procedimientos que cada vez resultan más obsoletos, ineficaces y fuera de juego para la nueva sensibilidad cultural pide avivar la fe cristiana. No entendida solo como creencias conformes con la ortodoxia, sino como experiencia de Dios revelado en Jesucristo.  Ahí está la clave para la nueva presencia pública y profética de la religión católica en la sociedad española que un poco alborotadamente ha entrado modernidad  y ya se confiesa laica. Sin entender esta palabra como laicismo, sino como pueblo que desea ser sujeto libre a la hora de programar su vida sin que los dioses y la religión se lo impidan.

                El cambio cultural de la sociedad española exige la conversión evangélica de la comunidad cristiana. Y como servicio a esa conversión la comunidad necesita ministros  que sean verdaderos creyentes.

                Conozco y admiro a sacerdotes del mundo rural que deben atender a varios pueblos. Incluso por bautizados que no van a misa, se ven siempre está vigilados, catalogados y controlado. Con frecuencia sufren la soledad y experimentan la inutilidad de sus desvelos. Están abocados a la resignación entristecida o  a la santidad: abriéndose libre y totalmente a esa Presencia de amor que es Dios revelado en Jesucristo.

                 La crisis actual de la comunidad cristiana  dentro de la sociedad española es crisis de fe como experiencia y sólo madurando en esa experiencia la Iglesia puede  tener una presencia pública evangelizadora. Es la crisis que de modo especial sufren también y deben superar los cristianos que han recibido y  ejercen un ministerio ordenado. 

                En vísperas de su muerte injusta, Jesús de Nazaret experimentó el fracaso y el abandono de todos. Pero en ese momento de crisis también experimentó: “no estoy solo porque el Padre está conmigo”. Muchas veces medito  la confesión de San Pablo en su segunda carta a los fieles de  Corinto. Las incomprensiones, los rechazos e incluso la persecución  por predicar el Evangelio eran como una espina clavada que recomendaba el abandono de la tarea: “tres veces pedí al Señor, que prescindiera de mi”. Pero el apóstol escuchó en su interioridad: “te basta mi gracia  porque en la fragilidad   del ser  humano  se manifiesta la fuerza de Dios”. En una situación que nos desborda, hay que esperarlo todo de la Presencia gratuita de Dios con nosotros, en nosotros  y en nuestra entrega  confiada siempre abre camino. 

                La crisis de fe que está sufriendo la comunidad cristiana se manifiesta en la crisis de vocaciones para los ministerios ordenados. Los llamados a ejercer el ministerio de diácono, presbítero u obispo no deben buscar su identidad  en el poder que se impone desde arriba, en apariencias externas  de ser distintos y superiores a la demás, ni  en privilegios sociales  o eclesiales. Ante todo deben ser creyentes apasionados por el evangelio de Jesucristo para el desarrollo integral de la humanidad. Verdaderos místicos que vivan y transpiren  es experiencia  de fe: “hemos creído y por eso hablamos”. Solo desde esa experiencia ejercerán la  autoridad que afianza y promueve a las personas sin caer en el autoritarismo que impide a las personas ser ellas mismas.

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